Fumarolas: 24 enero 2015
Fragmentos
Murcia, las ocho de la mañana, sábado. Ayer fue un día especial en mi casa. Vinieron a comer mis hijos.
-¿Qué se celebraba?
-Angel vino a despedirse: el lunes se marcha a trabajar a un país de Centroamérica. Esto hace unos años hubiera llamado la atención; hoy hay miles de españoles que salen de España por lo mismo.
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Es incomprensible para mí. Lleva mi hijo un aparato pequeño, como un móvil, con el que se ven, a voluntad, las calles y monumentos de todo el mundo. La Tierra gira con los dedos y te enseña lo que quieras ver.
No me extraña que Tomás dijera a sus compañeros: “Si no lo veo, no lo creo”. Y hasta que el Maestro le dijo: “Mete tus dedos en mis llagas”, no creyó que había resucitado.
A mí lo mismo con este artefacto. “¿Qué quieres ver?”, me dijo. “Esta calle”, contesté. Y moviendo la imagen, llegó a España, a Murcia y a la calle Federico Balart. “Mira, la puerta del Bajo tiene la persiana subida hasta la mitad”. Sentí escalofrío.
“¿Y el Roalico?, seguí.
Esta vez tuvo que hacer un giro menor y vimos Jumilla, Santana y el Roalico con mi chalet. Tienes que creer por fuerza, como le pasó a Tomás. ¿Por qué es así, no lo sabes, pero que es cierto no puedes dudarlo.
¿Cómo podía Tomás creer que Jesús, que había muerto en la Cruz, hubiera resucitado? ¿Cómo vas a pensar que en un móvil o teléfono como la palma de tu mano, podías ver las calles de Nueva York o la Plaza Roja de Moscú? Lo crees porque lo ves, pero si no lo vieras , imposible de creer.
¿Qué no verán pronto los nietos, que ni podemos imaginar? Nuestros abuelos comentaban: ”Le dicen que un buey va volando y se lo cree”, como algo imposible de que sucediera; y ahora vuelan los aviones y lo vemos natural. “Iba a cien por hora”, se exageraba para decir que iba a velocidad imposible de alcanzar; y ahora a cien por hora es a paso de tortuga.
…
He recibido un e-mail que retrata a la sociedad que tenemos: personas que están cerca físicamente, pero muy alejadas por el móvil.
Se ve en la pantalla a una familia en la mesa: marido, mujer y dos hijos de trece o catorce años. Los chicos enfrascados en sus móviles, cada cual con el suyo, y los padres sin poder hablar.
Un silencio rompedor de la familia. El padre toma una decisión sublime: lleva a la mesa su máquina de escribir, de esas que ya nadie usa, y teclea con ruido infernal para que sus hijos no puedan oír. Estos se miran sorprendidos, pidiendo que deje de escribir. El padre sigue escribiendo, y los hijos, comprendiendo su mensaje, dejan el móvil y se ponen a comer.
Por un momento pensé que el final de la “peli” iba a ser otro más violento, pero estos hijos aún fueron educados y aprendieron la lección a la primera. Podían haber reaccionado tirando los platos al suelo, a la máquina de escribir o a la cabeza del progenitor.
Francisco Tomás Ortuño. Murcia
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