domingo, 12 de octubre de 2014

El universo.

A mi nieto Gabriel Tomás Muñoz

Anoche me quedé en la terraza con mi nieto. La noche era espléndida: ni frío, ni calor, ni viento, ni lluvia; de placidez total. 

Mirando las estrellas estábamos, en dirección a la constelación Casiopea, cuando le dije que en las tormentas se producen al mismo tiempo el rayo y el trueno, y que el rayo, a la velocidad de la luz, llega antes porque el sonido va más despacio. 

Como estaba atento, le dije que la velocidad de la luz es de 300.000 kilómetros por segundo y la del sonido de 340 metros. Que para saber a qué distancia se produjeron bastaba con multiplicar por 340 los segundos que tarda en llegar el trueno una vez que vemos el relámpago.

También le dije que si se monta de día en un cohete en dirección al espacio, pronto sería noche oscura y vería las estrellas. El fenómeno se debía a que la luz que nos permite ver es del sol y que la Tierra hace de espejo y la refleja. Cuando salimos de la zona de luz, siempre pronto, entramos en la oscuridad de la noche.

Luego quise entrar en el terreno de la filosofía y le dije que cómo podía sostenerse el universo tan grande, en la nada del más allá. Y mi sorpresa fue grande cuando mi nieto me dijo: “Abuelo, ¿qué significa que Dios es eterno? ¿Cómo se explica que Dios no tuvo principio? 

Cuando nos fuimos a dormir eran las doce. Pensé que mi nieto ya pensaba como adulto a sus quince años.


                           Francisco Tomás Ortuño. Murcia

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